Cañadón de las Ostras
Es al mar, a mis amigxs, a todo aquello que nos recorre cuando estamos ahí

Es llegar adonde queremos, es levantarse solo, no escuchar nada. También es que el sonido no cese ni en su cálido silencio. 
Es llegar a la orilla, encontrar las partículas que sostienen todo lo que deseamos. Poder levantarse fresco y sin forma, hundir los pies en la pisada: poner el pie sobre el paso, pasar de nuevo y mezclarnos.  
Es encontrar el límite indefinido.  

Qué difícil encontrarlo. La visual se torna ajena, pero igual sigo buscando. 
Es olvidarse un poco de lo malo, de no entender por qué buscamos llegar siempre ahí. Dejar entrar en plenitud todo aquello que nos desarma,y dejarse rearmar por la helada que corre la piel.

Miro la ventana y el movimiento, todos los pasos buscando escapar, ardiendo de viento, ardiendo de sol, esperando una mínima brisa de humedad que brote del desagüe infinito que es el mar que rodea. Pero la brisa no llega.

El sol quemó como un fuego eterno, como una ola de calor inacabable, empapada de metales preliminares a la vista, absorbidos de tanta energía que pensamos que íbamos a estallar. Igual llegamos. Siempre llegamos. 

Son las piedras las que mojan con todo ello que almacenan, que nos posan y dejan posar. Son las corrientes, arduas corrientes que recorremos hasta llegar.
Cuando era chica salía a buscar caracoles en la playa. Recorría kilómetros caminando y pasaba horas con mi papá buscando aquellas cosas que queríamos para, lo que más tarde sería, una colección y un registro.
Más viejos, más nuevos, colores definidos, líneas distintas, texturas. Cada ejemplar que veía me resultaba único, un tesoro frente a nuestros ojos que nos hacía avanzar y seguir un camino infinito de posibilidades al lado del mar.
Si bien no había preparativos previos a la excursión, más que contar con algunos bolsillos y paciencia, de a poco mi viejo fue sumando instrucciones y consejos:
- si está “roto”, no lo juntamos
- si está demasiado comido, tampoco
- si ya lo tenemos, no es necesario
De a poco nuestra búsqueda se volvió más específica y concentrada. Y yo siempre tenía un objetivo: encontrar el Farito Común más grande y más sano.
Mi papá me transmitió el amor por ese caracol y yo me aferré sin dudarlo. Es un caracol muy chiquito que, en abundancia, se encuentra en una situación muy particular: cuando el mar baja y deja sus restos al sol, en algunas zonas se forman colchones de ínfimas conchillas y pequeñeces marinas. A veces tan inmensos que apenas podíamos abarcarlos en un día. Otras veces, el mar revuelto y furioso devolvía a las costas solo restos de caracoles, crustáceos y algas, sin dejar rastros del paisaje anterior.
La marea que traia lo que buscábamos tenía la característica de ser suave y caudalosa. De todos modos, nunca nos negamos a un día de viento y nubes cargadas.
Cada vez que tengo una piedra entre las manos toda mi atención se vuelve radicalmente a ese instante, a ese recorte de espacio-tiempo, como si todo se concentrara en un punto. Apretar una piedra es una inversión a la lógica. Es dejarnos apretar. Es dejarnos agarrar. Es sentir un apoyo para aquietarse y observar, para aquietarse y recibir. Es tener una certeza más física que intelectual de dónde, cómo y qué.

Una piedra entre las manos es un atajo al presente.

La piedra como una experiencia de permanencia y duración sustentable.
La piedra como marca, acontecimiento. Como interrupción y desvío.



De Alina Marinelli, Bárbara Hang, Mariana Montepagano,
Margarita Molfino y 45 piedras)